Canta la vida el turbio gemido del pálido Olimpo,
el agónico gemido que descubrió sus nefastas
señales a los versos. Y así, catapultó completos
al caos míticos libros inspirados por las almas,
los cuales eran plenos de cantos y versos banales.
Cumplíanse el temor de Zeus y gozo eterno de Ariadna
cuando se distanciaron, olvidándose el ser humano,
ser hecho de espíritu y carne, del Olimpo con alma.
¿Quién provocó en las estrellas estas impensadas sendas
nuevas, olímpico silencio en la boca y las entrañas?
El canto del hombre que ya es libre. Abierto, vivo, claro,
es su ojo. Comprendió que el gobierno del Parnaso pasa
y que todo humano por el engaño desfallecía,
como una ovejita inocente a los mitos entregada.
Éstos, inmutables, procuraban con toda liturgia
enquistarse como hiedras en cada vivencia diaria,
noches vivas que su pago procuraban invocando
a Psique, la voz que embriaga, de las rimas adornada.
Fijándose ella en los profetas, señores de los versos,
con persuasión vivaz y melodiosa les invocaba:
-¡Escuchad, profetas! ¡Varones de muy antiguo linaje!
¡Todos los dioses a vuestras prístinas conciencias llaman!
¡El Olimpo se presenta con sus humanas virtudes,
para dar felicidad a los vuestros cada mañana!
Cuando invocareis, seréis llamados cercanos, los hijos
de aquellos que ahora os conceden la más pura esperanza,
para guiar a todos los hombres hacia nuevos destinos
dó los sueños se revistan de carne en cada palabra.-
Silencio… Juntos, los hombres ignoraron la muy límpida,
voz dulce de Psique, la diosa de rimas adornada,
desesperada por dejar sus navíos en las mentes.
Entre ellos, un tal Calendre, quien desde Quíos viajaba
para surcar el Egeo y dejar su ofrenda de letras,
no quiso callar. Levantando sus perennes palabras
miró a los quietos hombres y desafió a todos los dioses
con una excelsa canción cuya voz quedó registrada
como el aroma de los versos áureos que el Olimpo
ante los hombres recitaba tras la época troyana,
narrando su dominio sobre las aguas del Egeo,
cuando en la Hélade aún con clara frescura se palpaba
el resuello del titán ante las guerras de los dioses
victoriosos, enormes, nuevas figuras destinadas
a redactar las historias de los hombres… Ese aroma
retornó cuando Calendre proclamó su heroica saga:
– Son mis ojos los que oyeron el camino de las naves,
buscando glorias y epopeyas aún no relatadas
por los devotos hombres que veneraban a los dioses.
Escuché luchar con pasión a los reyes en batalla
por el honor de su patria y la devoción de sus hombres.
Mas los dioses, en toda guerra muy astutos se empeñaban
rompiendo la esencia de lo humano, cosiendo sus hilos
para separar los versos esenciales en el alma,
haciendo del lenguaje un arma vivaz, inquebrantable.
Rompieron la ilusión de la más pura, leal, sagrada
túnica que une a dos seres en el mundo, separando
su divino amor con las aguas del Egeo como armas.
¡Olimpo traidor! ¡Buscaste hallar el poder y la gloria
trayendo grande sufrimiento a quienes fieles te amaban!
¡Escucha mis palabras! Yo, Calendre, firme te anuncio:
¡las elegías de Atlantis dibujarán tu mañana!-
Silencio nuevamente. Los hombres, quietos, levantaron
sus ojos a las nubes. Buscaron ráfagas doradas,
el canto de Zeus imponiendo sus historias y leyes
a los montes ya desnudos y a las muy prístinas aguas.
Quietud… Sólo el silencio voló tronante por el aire,
siendo roto por un coro jubiloso de gargantas.
El Olimpo ya era historia… su fuerza se hizo tan nula
como el talón del Pelida… no tocado por las aguas.
En la tierra los hombres hallaron una nueva paz…
en el Olimpo comenzó la gran última batalla.
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